jueves, 20 de noviembre de 2008

Una nostalgia anhelada.

Son más de la una de la madrugada y aquí sigo, en la cama dando vueltas sin poder conciliar el sueño de los nervios por el viaje de mañana; bueno, por eso y porque hace mucho calor en Zaragoza a primeros de agosto.
Mis padres y mi hermano se acostaron hace rato y, por el murmullar de los soplidos rompiendo el silencio, creo que ya están dormidos mientras que a mí siempre me pasa lo mismo todos los años, los nervios no me dejan dormir por tener tantas ganas de estar ya allí, en mi pueblo, ese trocito de mundo alejado de la ciudad en el que los sentimientos se multiplican.

Un repentino "¡venga, chicos!" de mi madre hace que mi hermano y yo saltemos de la cama con una sonrisa en la cara de oreja a oreja...¡es el día! ¡tanto tiempo esperando y ya está aquí!.
Cuánto tarda el tiempo en pasar cuando anhelas algo y qué deprisa pasa cuando lo estás disfrutando...
El viaje se hace eterno, son 1,45h. en carretera secundaria llena de curvas y camiones, sin aire acondicionado en el coche ocupado por 5 personas, lleno de maletas, bolsas y comida. Pero es igual, la ilusión se contagia y no se dan importancia a esos inconvenientes.

Al fin veo a lo lejos mi tan soñado destino, mi pueblo, ese sitio mágico en el que el tiempo pasa más despacio, donde la gente no va estresada y malhumorada por las calles, donde las horas las rige la luz del sol y de la luna, donde no se cierran las puertas por la noche con llave y donde nosotros, los niños, estamos jugando por sus calles por la noche.

Una vez hablaba con una amiga la cual no tenía pueblo, que sus vacaciones las pasaba en la playa y en la ciudad, y quizás el destino le llevaba al pueblo de algún amigo alguna vez.
Trataba de explicarle las sensaciones, la libertad, la magia que envuelve a la gente que desde niño ha ido a el pueblo, a su pueblo, y de cómo uno saca pecho y muestra su orgullo ante los demás pero, por más que le daba detalles y le contaba esas batallitas de niño con los amigos, esa felicidad provocada por la falta de preocupaciones y la ignorancia, ella no podía llegar a entender.

No te parabas a pensar en quién y por qué había alcalde, ni cuánto se pagaba por las fiestas, ni en cuánto costó la gasolina que permitió que llegaras hasta allí, ni en que ese anciano que siempre te saludaba al verte cada verano al año sigueinte podía ya no estar ahí, ni en el peligro de bajar sin frenos la cuesta de el Tío Gil, ni en cómo se iba a sentir Tomás al ver que le robasteis tomates la noche anterior. Vivías feliz, en ese mundo de fantasía, deseando que no cambiara nunca, rodeado de los tuyos, de tu familia y amigos.
Eras feliz con esa bibicleta que todos los años te esperaba con las ruedas deshinchadas, con las caricias que dabas a los perros y gatos de tu vecino, con las horas incansables fuera de casa recorriendo los caminos como un explorador imaginario.

En ese paréntesis de felicidad nada podía enturbiar tu estado, ni siquiera una riña con tu amigo del alma, el cual un día era tu peor enemigo y sin embargo al día siguiente ibas ó te venía a buscar a casa, a despertarte de la cama con un balón bajo el brazo. Los padres, tíos y abuelos, tan complacientes y exigentes a la vez, aún en un segundo plano, seguían siendo parte fundamental de ese mundo y parte necesaria de su creación.